Poema de Amor

«Hay en los hombres cosas más dignas de admiración que las de desprecio»[i]

Era 14 de febrero de 2025. Día de San Valentín. El aire en Bekerly College estaba lleno de las risas, susurros y alborotos provenientes de los estudiantes que presumían sus cartas impregnadas de perfume y selladas con besos carmesíes. Esta era el ambiente que se respiraba en los pasillos de la universidad. Dorian Wright avanzaba con sobriedad por los pasillos. Su piel era blanca como la leche, sus ojos entre tonos castaños y verdosos, y su cabello castaño oscuro caía desordenadamente sobre su frente. Dorian, ciertamente, no era feo, pero tampoco era de esos chicos que hacían girar cabezas.

Desde pequeño, Dorian siempre había sido extrovertido y al decir verdad bastante sentimental. Sin embargo, la vida no le había dado el amor que tanto anhelaba. Sus padres se separaron cuando apenas tenía seis, y su hermano mayor, con quien había una brecha de diez años, siempre estuvo bastante ausente, ensimismado en su propio mundo. Dorian creció sintiendo que algo le faltaba, como si el cariño fuera un regalo que todos recibían menos él. No obstante, había algo que lo hería aún más: el día de San Valentín. Desde su infancia y su adolescencia, Dorian veía como los chicos populares, con sus sonrisas perfectas y sus cuerpos atléticos se llevaban todas las cartas, chocolates y suspiros de las chicas más guapas, mientras que él y sus amigos – «los menos especiales» – se quedaban mirando desde lo lejos con la boca abierta, las manos vacías y los corazones hechos trizas.   

Fue entonces en uno de esos días, cuando el pequeño Dorian se hizo una promesa: hacer sentir especial a quienes eran como él, sin importa qué. Desde entonces, cada 14 de febrero, Dorian se las arreglaba para dejar de manera anónima los mejores regalos en los casilleros o mochilas de sus amigos y de quienes parecían olvidados. Lo hacía en secreto, con el corazón latiendo al mil por hora gracias a la adrenalina y con una mezcla de alegría y melancolía a la vez. Esta era su manera de llenar el vacío que tenía dentro de sí, aunque solo fuera por un efímero momento.

Así era la vida de este joven bohemio. Y al ser catorce de febrero, Dorian tenía que hacer varias entregas anónimas alrededor del campus. Después de dejar una rosa blanca en el casillero de su amiga Clare, un poema escrito a mano en la mochila de Sophie e incluso una caja de chocolates para la Dr. Georgina Joyce, Dorian se apresuró para recoger unas cosas de su casillero. Lo abrió con un suspiro que desvelaba cansancio esperando encontrarlo vacío como siempre. Pero no. Allí, entre sus libros y una chaqueta arrugada había algo que nunca había visto antes: una orquídea azul, delicada y brillante, acompañada de una nota doblada. Dorian se quedó perplejo por un momento. Sin saber que hacer. Miro a su alrededor, pero nadie le prestaba atención. Con manos sudorosas y temblorosas, tomó la nota lentamente. Desplegó el papel y leyó:

«Ἔρος δ᾿ ἐτίναξέ μοι
φρένας, ὠς ἄνεμος κὰτ ὄρος δρύσιν ἐμπέτων»[ii].

 

Era una cita de Safo de Lesbos. Dorian recordaba a esta poetisa lírica del siglo VII a. C. de la isla de Lesbos, celebre por su poesía de gran índole emocional y personal. Poco se sabía con certeza de su vida. De hecho, sus obras eran conservadas mayormente en fragmentos. Sin embargo, en la antigüedad fue aclamada como la «Décima Musa». Incluso, se presume que lideró un thiasos[iii], donde ensañaba música, poesía y el arte del amor a sus alumnos de mayoría femenina. Sin embargo, la nota no terminaba allí, debajo del texto griego había unas líneas. Otro poema:

En azul te vi nacer, 

un suspiro al amanecer, 

baila el viento en mi canción, 

busca el libro y mi razón. 

De escritores un hermano,

Como Divino Mantuano,

Teje versos en la brisa,

Versos con una sonrisa.

Dante amó su dulce voz,

Guía eterna entre los dos,

Busca el campo y su clamor,

Allí canta mi pastor.

Confundido, Dorian frunció el ceño. ¿Quién ha hecho esto? El fragmento de Safo era romántico, pero el poema, el poema era un misterio. Buscó si había algo en internet respecto a dichos versos. No obstante, quedó rápidamente decepcionado al no encontrar absolutamente nada al respecto. «Busca el libro y mi razón». Miró a su alrededor, pero los pasillos estaban llenos de estudiantes riendo, abriendo regalos, y especialmente, con las manos cargadas de libros. Nadie lo miraba. Con el corazón latiendo fuerte, volvió a leer el poema. «De escritores un hermano, como Divino Mantuano». Sin duda alguna el autor anónimo se refería a Virgilio, el divino poeta de Mantua. «Busca el libro y mi razón… Busca el campo y su clamor». Lo único que se le venía a la mente era la majestuosa Sterling Memorial Library, ubicada en el corazón del campus. Con una buena corazonada, Dorian guardó su orquídea en su mochila y salió corriendo.

Naturalmente, la biblioteca estaba silenciosa. Su enorme estructura gótica, llena de columnas y amplias bóvedas de crucería, hacía de la biblioteca un lugar de erudición para las agudas mentes de los estudiantes en busca de sabiduría y conocimiento. Al entrar, Dorian fue directo a la sección de literatura clásica. Si la pista estaba relacionada con Virgilio, no sería tan difícil dar con ella, ya que el Divino Mantuano tenía una producción bastante selecta: las Bucólicas o Églogas, las Geórgicas, y la Eneida. Y dada la mención al campo en el poema, la pista iba de cara a las Églogas. Buscando entre los estantes, Dorian vio un libro marcado con un separador que saltaba rápidamente a la vista. Sin titubear tomó el libro y lo abrió donde estaba puesto el separador. Entre las páginas estaba la nota. Con gran satisfacción la abrió con cuidado.

Sicelides Musae, paulo maiora canamus! 

Non omnis arbusta iuvant humilesque myricae

Si canimus siluas, siluae sint consule dignae.

Ultima Cumaei venit iam carminis aetasl

Magnus ab integro saeclorum nascitur ordo.

Iam redit et Virgo, redeunt Saturnia regna,

Iam noua progenies caelo demittitur alto.

Tu modo nascenti puero, quo ferrea primum

Desinet ac toto surget gens aurea mundo,

Casta faue Lucina; tuus iam regnat Apollo[iv]

 

La Cuarta Égloga de Virgilio. ¿Cómo no olvidarla? El Dr. Baltazar López, profesor de literatura y lenguas clásicas en Bekerly College le había hecho memorizar esta égloga para uno de sus temidos exámenes semestrales. Una obra de arte en su totalidad. Publio Virgilio Marón fue sin duda alguna el mayor poeta de Roma y fuente de inspiración para autores posteriores como el gran Dante Alighieri. Las Églogas fueron la publicación que llevó a Virgilio a las elevadas montañas de la fama y el mecenazgo del Emperador César Augusto. La Égloga IV, a menudo llamada la Égloga Mesiánica, predecía una edad dorada con el nacimiento de un niño del vientre de una virgen. Terminada la cita del Divino Mantuano, los versos del autor anónimo continuaban:

En versos viejos me hallarás, 

donde el amor se formará, 

busca al maestro de pasión, 

mi voz te guía al corazón. 

Ponte en la mente del seductor,

Siente su llama llena de ardor.

Busca al maestro de Roma ya,

Donde el amor se aprenderá,

En sus lecciones me hallarás,

Un surpiero que no se va.

Carmen et error.

 

«Maestro de la pasión… Maestro de Roma… Donde el amor se aprenderá». Dorian sabía exactamente a quién se refería: Ovidio. Publio Ovidio Nasón fue uno de los grandes poetas romanos de la antigüedad, conocido especialmente por sus obras ingeniosas, pero también altamente irreverentes y controversiales. Una de ellas era el famoso Ars Amatoria[v], una guía paródica sobre la seducción. Por razones, hasta la fecha desconocidas para los eruditos en el tema, Ovidio fue exiliado a Tomis donde murió lamentando su separación de Roma por algo que el llamó carmen et error[vi]. Dorian no lo pensó dos veces y buscó el manual de la seducción entre las estanterías llenas de libros. Encontrando un separador parecido al anterior, Dorian tomó el libro de la estantería y lo abrió, encontrando la siguiente pista.

«Quisquis sapienter amabit

Vincet, et e nostra, quod petet, arte feret»[vii].

Tras leer los versos del poeta incomprendido, Dorian encontró las siguientes líneas de su anónimo poeta:

 Soy un número que guarda saber,

Dos menos veintiuno has de ver.

Con arte te quiero prender, 

en aulas lo descubrirás, 

un verso blanco te dirá, 

dónde mi alma cantará. 

«Dos menos veintiuno has de ver… en aulas lo descubrirás», si eso no era una metáfora, sin duda se trataba del salón diecinueve, donde Dorian y sus compañeros solían tener los seminarios de literatura dados por los profesores López, Sunderland y Descléves. Sin titubeo alguno, salió de la biblioteca para ir al salón diecinueve de Bekerly College. Al llegar al edificio, sacó su tarjeta de estudiante, la pasó por el censor para desbloquear la puerta y se introdujo en el gótico edificio. Avanzó por los pasillos hasta llegar al aula indicada. Entró en ella, ya vacía a esa hora, y allí, en la pizarra, estaba escrito con el blanco gis:

Lo dolce padre mio, per confortarmi,

Pur di Beatrice regionando andava,

Dicendo: «Lo occhi suoi giá verder parmi».

Guidavaci una voce cantava

Di lá; e noi, attenti pur a lei,

Venimmo fuor lá ove si montava[viii].

No había duda que se trataba del Purgatorio en la Divina Comedia de Sommo Poeta. Dante Alighieri escribió su obra en forma de un viaje épico por el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso. Exiliado en Florencia por conflictos políticos, creó una visión de redención guiada por su querido maestro Virgilio y su eterna musa, Beatriz Portinari. Cerca a la cita estaba la próxima pista para Dorian.

En gis el verso se formó, 

un eco santo resonó, 

camina al camposanto ya, 

lo eterno allí te hablará. 

 

«Camposanto», esto tenía que ser una obra, camposanto era uno de esos sinónimos para la palabra cementerio, y el único cementerio del que se podría tratar era Grove St. Cementery ubicado en frente de Woosley Hall donde más de una vez Dorian había asistido a los conciertos ofrecidos por la universidad. Pero, ¿cómo encontraría la siguiente pista en el cementerio? «Bueno, ya les arreglaría», pensó Dorian mientras salía del salón con dirección al camposanto.

Al llegar a Woolsey Hall, dobló a la izquierda para caminar fuera de Yale University Commons Dining Hall. Cruzó la calle y de esta manera se encontró con la enorme puerta con columnas egipcias que marcaba el inicio del umbral del camposanto. En el dintel, un aforismo sentenciaba: «The dead shall be raised»[ix]. Sin embargo, para la suerte de Dorian, el cementerio yacía cerrado. Dorian pensó en saltarse los barrotes de hierro que marcaban el inicio de la propiedad, pero pensándolo bien, aunque entrará como encontraría la pista, dado que el lugar era inmenso.

Resignado se dio media vuelta y volvió a cruzar la calle para ir de regreso a su cuarto ubicado en la residencia de estudiantes. Contempló un momento la bella arquitectura neogótica de la escuela de leyes de la universidad y luego contempló una especie de tumba en forma de templo griego con esbeltas columnas jónicas con las redondas volutas cerca del capitel. Pero más que una tumba, el edificio era una de las sedes de las sociedades secretas de estudiantes que había desde rancio abolengo en la universidad. Si querías formar parte de esos grupos clandestinos, tenías que ser escogido por ellos mismos, de otro modo, no había manera de entrar. Justo al lado del templo, había un pequeño momento, una escultura bastante abstracta que tenía una inscripción en koiné que sentenciaba: «ζητειν τὰ ἀξία». Un rollo de papel, atado con un delicado hilo rosa a la reja de una antorcha entrelazada por las serpientes de Asclepio, captó la mirada de Dorian. La reja, que separaba el monumento de los peatones, parecía susurrarle un secreto.

El corazón de Dorian se volvió a acelerar. Trotó a donde estaba el rollo de papel. Lo tomó. Lo abrió con sus manos y leyó.

 

«ζητειν τὰ ἀξία»[x] 

¿Qué es poesía?, dices mientras clavas 

en mi pupila tu pupila azul. 

¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas? 

Poesía… eres tú[xi].

No había duda, sin duda la rima era Bécquer. Gustavo Adolfo Domínguez Bastida, mejor conocido por Bécquer fue uno de los grandes poetas del Romanticismo. Según su amigo Rodríguez Correa, Bécquer tuvo una vida breve, marcada por la melancolía, la pobreza, la enfermedad y muy especialmente, por un amor no correspondido. Parte de su legada son sus historias breves como El Miserere, Maese Pérez El Organista, El Monte de las Ánimas. Sin embargo, después de estudiar el Romanticismo en clase, Dorian había usado las rimas breves de Bécquer para escribir anónimos poemas que a más de una chica le sacaban un suspiro de amor. Como era costumbre en el autor secreto, la siguiente pista estaba debajo de los romances de Bécquer.

La rima breve te dirá, 

que en la iglesia me hallará, 

un círculo blanco verás, 

mi voz al fin escucharás. 

Santa María te dirá,

Mi secreto guardarás.

 

«Iglesia… Santa María…» La pista apuntaba a una iglesia. Pero ¿cuál de todas las iglesias en New Haven? Dorian sacó su celular. Abrió Google Maps. Escribió: Iglesias en New Haven, Connecticut. Rápidamente, el GPS le señaló las iglesias con puntos rojos. Cerca de su ubicación había por lo menos seis iglesias: Saint Thomas More, Christ Church, Vineyard Church, Center Church, The Church of Christ of the Latter-day y St. Mary’s Chruch. ¿Cuál de todas estas iglesias? Dorian leyó de nuevo el poema: Santa María te dirá… Lo único que encajaba con Santa María era St. Mary’s Church. Dorian apretó el papel contra su pecho y empezó a caminar.

St. Mary’s Church, una hermosa iglesia neogótica, no estaba lejos. Entró con paso vacilante. Una vez dentro, su mirada se encontró con un lugar vació, silencioso, con vitrales que proyectaban la tenue luz del invierno sobre los bancos. En el altar, algo extraño llamó la atención de Dorian: un círculo blanco cubierto de una estructura dorada, como si fuese un relicario. No había nadie, pero por una extraña razón, Dorian sentía una presencia, algo que lo invitaba a quedarse. St. Mary’s era una iglesia católica. Dorian siempre había despreciado a los católicos. Para él, ellos eran como unos hipócritas que practicaban en lo secreto aquello que tanto condenaban en público. Bastaba con hojear los libros de historia para ver los deslices de los papas. O que mejor que prender el televisor o revisar las noticias para toparse con los escándalos de los sacerdotes. Sin embargo, Dorian se preguntaba cómo después de tener una historia como la de la Iglesia Católica esta podía seguir con vida. En fin, era uno de esos misterios que costaba comprender.

Dorian, algo intrigado por el círculo blanco, se acercó al altar. De pronto, una voz lo sacó de sus pensamientos.

— ¿Eres Dorian? — era un hombre bastante joven, con ojos claros y pelo castaño. Debía ser uno de los sacerdotes del lugar pues llevaba su distintivo clerical color blanco que contrastaba con una camisa completamente negra. Para ser cura, aquel hombre estaba en buena forma y su sonrisa le daba un aire de bonachón.

Dorian dio un respingo. ¿Cómo sabia su nombre?» El hombre, al ver la expresión de Dorian, sonrió:

— Alguien me pidió que te diera esto — le tendió una nota y se presentó — Soy el Padre Joseph MacNail.

— Gracias — murmuró Dorian mientras tomaba la nota.

Dorian se despidió del P. Joseph mientras se daba la media vuelta. Sin embargo, por cortesía, añadió:

— Es una bonita iglesia, por cierto.

— Gracias — respondió el clérigo — si quieres puedes quedarte para tener adoración con el Santísimo.

— No soy católico, lo siento — dijo Dorian un poco irritado.

— Eso no importa — contestó el cura — Su corazón está abierto para todos — concluyó señalando el círculo blanco que se encontraba en el altar.

— Por favor, usted sabe que nada de esto es real. Es solo un cuento, una mentira. Nada de esto es real.

— Pero quizás, si lo sea — dijo el joven sacerdote con una mirada serena, para luego despedirse y desaparecer entre las sombras.

Dorian abrió la nota con manos temblorosas.

 

«Ἡ ἀγάπη μακροθυμεῖ, χρηστεύεται ἡ ἀγάπη, οὐ ζηλοῖ, ἡ ἀγάπη οὐ περπερεύεται, οὐ φυσιοῦται…»[xii] 

Buscaste amor y no llegó, 

el alma en llanto se agotó, 

mas como lirio en la pasión, 

te entrego mi corazón. 

«Ven a mí, amado mío»[xiii]. 

cantar resuena en el vacío, 

gracias por llegar al fin, 

mi ciervo, mi dulce confín. 

Por una razón que escapaba a toda comprensión, Dorian sintió de pronto cómo un nudo implacable se cerraba en su garganta, mientras lágrimas ardientes, traicioneras, brotaban de sus ojos sin que pudiera detenerlas. Tambaleándose, buscó refugio en una de las bancas cercanas al altar y se dejó caer, como si el peso de su alma lo hubiera vencido. El himno en koiné resonaba en el aire, profundo y eterno, envolviéndolo en una corriente de emociones que no podía nombrar, mientras las palabras del poema lo atravesaban como cuchillos: «Ven a mí, amado mío». Era, sin lugar a dudas, el Cantar de los Cantares, un leve suspiro de amor tan puro que dolía. «Gracias por llegar al fin», susurraba uno de los versos, y esas palabras se clavaron en su pecho como un reproche y una promesa rota.

Había seguido cada pista, cada indicio que el destino le había arrojado, con la esperanza de hallar un sentido, un encuentro, una redención. Pero allí, al final del camino, no había nadie. Solo el silencio sepulcral de la iglesia y la mirada serena del cura de ojos claros, testigo mudo de su desolación. Con manos temblorosas, Dorian volvió a leer el poema, buscando desesperadamente una respuesta que se le escapaba. Al final, solo encontró el trazo delicado de un ciervo y la palabra «LIFE», escrita como un enigma cruel que se burlaba de su vacío.

Alzó los ojos, derrotado, hacia el inmenso crucifijo de bronce que colgaba sobre el altar. Aquel hombre allí clavado, mito o verdad, había amado hasta el último aliento, hasta la última gota de sangre. Y entonces, el llanto silencioso de Dorian se volvió un torrente imposible de contener. Lloró por ese amor absoluto que él jamás había conocido, por el peso abrumador de su propia existencia. Había vivido amando a medias, siempre con un pie en la retirada, protegiéndose de las heridas, temblando ante el espectro del dolor. Y ahora, frente a esa cruz, sintió el vacío de todo lo que no había dado, de todo lo que había temido entregar. Sus sollozos resonaron quedamente en la iglesia vacía, como un eco de su corazón roto, perdido en la inmensidad de lo que pudo haber sido.

Cuando Dorian salió de la iglesia, el corazón le pesaba como si lo hubieran arrancado del pecho, dejando tras de sí un vacío que ardía. El crucifijo de bronce, con su figura silenciosa, parecía observarlo desde lo alto, y las palabras del Padre Joseph resonaban en su mente: «Su corazón está abierto para todos». No entendía por qué, pero algo en ese lugar lo había tocado, como si una mano invisible hubiera rozado su alma, dejándola expuesta y vulnerable. Las lágrimas que había derramado no eran solo de tristeza, sino de un anhelo que no podía nombrar, un deseo de encontrar algo verdadero, eterno, en un mundo que siempre le había parecido fugaz. Buscaba ahogar su sufrimiento, pero la anestesia con la que había adormecido su vida durante tanto tiempo se desvanecía, ya no funcionaba, y la tristeza lo devoraba. Intentaba sonreír, pero en su interior sabía que era una mentira, un disfraz roto que no podía sostener

Los días siguientes transcurrieron en una oscuridad densa. Dorian se movía por el campus como un fantasma, su risa apagada, sus ojos perdidos en la orquídea azul que aún guardaba en su habitación, ahora marchita pero incapaz de ser desechada. Releía la nota final una y otra vez: «Gracias por llegar al fin, mi ciervo, mi dulce confín». Las palabras lo herían y lo consolaban a la vez, como un canto que no podía descifrar. Intentaba concentrarse en sus clases, pero su mente vagaba hacia la iglesia, hacia el eco de ese himno en koiné que parecía perseguirlo: «Ἡ ἀγάπη μακροθυμεῖ…» El amor es paciente. El amor no falla. Pero, ¿dónde estaba ese amor para él?

Un sábado gris, empapado por una lluvia fría, Dorian decidió caminar sin rumbo por el campus. Sus pasos lo llevaron hasta Grove St. Cemetery, donde había buscado en vano la pista final. Las puertas estaban cerradas, como siempre, pero esta vez algo captó su atención: un sobre blanco, atado con un hilo dorado, descansaba en la reja de hierro, protegido de la lluvia por un pequeño plástico saliente. Su nombre, escrito con una caligrafía elegante, brillaba bajo las gotas que resbalaban por el papel. El corazón de Dorian dio un vuelco. Con manos temblorosas, abrió el sobre y encontró una nota:

Si el amor es un verso, tú eres su rima.

Busca donde la luz se quiebra en colores,

Donde el silencio canta y el alma reposa.

Vuelve a St. Mary’s para llegar al final.

Ven, mi ciervo, y trae tu corazón

No había firma, pero la palabra ciervo lo golpeó como un relámpago. Era ella, la autora de las pistas, la que había tejido este camino de enigmas y poesía. La nota mencionaba St. Mary’s Church, con sus vitrales que transformaban la luz en un mosaico de colores sagrados. Sin dudarlo, Dorian guardó la nota en su chaqueta y corrió bajo la lluvia, el corazón latiendo con una mezcla de miedo y esperanza.

Al llegar a la iglesia, empujó las pesadas puertas de madera y entró. El interior estaba en penumbra, iluminado solo por los vitrales que proyectaban tonos de rubí, zafiro y esmeralda sobre los bancos vacíos. El aire olía a incienso y cera derretida, y un silencio profundo lo envolvió, como si el mundo exterior se hubiera desvanecido. Avanzó lentamente hacia el altar, donde el círculo blanco del Santísimo brillaba en su custodia dorada, rodeado de velas titilantes. No estaba solo. Pero esta vez no se trataba del Padre Joseph.

Sentada en un banco cercano, con la cabeza ligeramente inclinada, estaba una joven. Su cabello, de un rojo intenso como el fuego del atardecer, caía en suaves ondas sobre sus hombros, atrapando la luz de los vitrales en un halo casi celestial. Su piel era pálida, tan delicada que parecía translúcida, como el alabastro pulido por un escultor divino. Pero fueron sus ojos los que detuvieron el aliento de Dorian: verdes, profundos, llenos de una dulzura que parecía contener el mundo entero, con pestañas largas que temblaban como alas de mariposa. Había en ella una inocencia que desarmaba, una pureza que no era fragilidad, sino fortaleza, como un lirio que resiste la tormenta. Vestía un sencillo abrigo azul que contrastaba con su cabello, y sus manos descansaban sobre un libro cerrado, sus dedos finos trazando suavemente el lomo. Era Melina, pero no la Melina que él había conocido de pasada en clases, siempre rodeada de risas y admiradores. Esta Melina era un misterio, una visión que parecía haber surgido de un sueño.

—¿Dorian? —dijo ella, levantando la mirada. Su voz era suave, como el murmullo de un arroyo, pero cargada de una emoción contenida que hizo que el pecho de Dorian se apretara.

—¿Eres tú? —preguntó él, casi sin aliento, deteniéndose a unos pasos de ella—. ¿La que escribió las notas, los poemas… todo esto?

Melina sonrió, y esa sonrisa fue como un amanecer después de una noche interminable. Asintió lentamente, poniéndose de pie con una gracia natural que parecía flotar sobre el suelo.

—Quise darte algo que nunca olvidaras —dijo, su voz temblando ligeramente—. Algo que te mostrara que no estás solo, que alguien ve tu corazón… como tú siempre has visto el de los demás.

Dorian sintió que las lágrimas amenazaban con traicionarlo de nuevo. Dio un paso hacia ella, pero se detuvo, inseguro. Quería preguntar tantas cosas, pero las palabras se le escapaban. En cambio, recitó, casi sin pensar, las primeras líneas del poema que lo había guiado hasta allí:

—En azul te vi nacer…

Melina lo miró, sus ojos brillando con una mezcla de sorpresa y ternura, y continuó:

—Un suspiro al amanecer.

—Baila el viento en mi canción —respondió él, su voz más firme ahora, como si el poema los uniera en un ritual sagrado.

—Busca el libro y mi razón.

—De escritores un hermano.

—Como Divino Mantuano… —dijo Dorian, y su voz se quebró al recordar otra de las citas de Virgilio que había encontrado en la biblioteca, las palabras que parecían profetizar este momento: «Amor vincit omnia…Et nos cedamus amoris… »[xiv] .

—Mas como lirio en la pasión —susurró Melina, dando un paso hacia él.

—Te entregué mi corazón —concluyó Dorian, y el silencio que siguió fue tan profundo que parecía contener el latido de sus almas.

Estaban tan cerca ahora que Dorian podía ver las pequeñas pecas que salpicaban el puente de la nariz de Melina, como constelaciones diminutas. Ella extendió una mano, vacilante, y tocó la suya. Sus dedos eran cálidos, y ese simple contacto envió una corriente de vida a través de Dorian, como si despertara de un largo letargo.

—¿Por qué yo? —preguntó él, su voz apenas un susurro—. Nunca he sido… especial. Solo alguien que deja flores y poemas para otros.

Melina negó con la cabeza, sus ojos verdes llenos de una certeza que lo desarmó.

—Dorian, tú no ves lo que yo veo. Cada rosa que dejaste, cada verso que escribiste en secreto, era un acto de amor puro, sin esperar nada a cambio. Eso es lo más especial que existe. Y yo… yo quise devolverte ese amor, aunque fuera con un juego de pistas. Quise que supieras que alguien te ve, que alguien te ama… como tú amas al mundo.

Dorian sintió que el suelo se desvanecía bajo sus pies. Las palabras de Melina eran un bálsamo, pero también una herida, porque le recordaban todo lo que había anhelado y nunca había creído merecer. Sin embargo, antes de que pudiera responder, Melina sacó un pequeño papel doblado de su libro y se lo tendió.

—Una última pista —dijo con una sonrisa tímida—. Pero esta no es para buscar un lugar. Es para que encuentres algo dentro de ti.

Dorian tomó el papel con manos temblorosas y lo abrió. Era un dibujo sencillo, hecho a lápiz: un ciervo corriendo hacia un horizonte donde una cruz brillaba bajo un cielo estrellado. Debajo, unas palabras en una caligrafía delicada: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos»[xv].

—¿Qué significa esto? —preguntó, levantando la mirada hacia ella.

Melina señaló el altar, donde el Santísimo seguía brillando en su custodia. Luego lo miró a los ojos, y en su mirada había una profundidad que parecía abarcar el infinito.

—Significa que el amor que buscas no está solo en mí, ni en las flores, ni en los poemas. Está en Él, Dorian. En el que dio todo por nosotros. Yo solo soy un reflejo de ese amor, un medio que quiso guiarte hasta aquí.

Dorian sintió que un nudo se formaba en su garganta. No era católico, nunca lo había sido, pero en ese momento, frente a Melina y al silencio sagrado de la iglesia, sintió una presencia que no podía explicar. Era como si alguien más estuviera allí, alguien que los miraba con una ternura infinita, alguien que había orquestado cada paso de este camino.

De pronto, un recuerdo lo golpeó: el Padre Joseph, con su sonrisa serena, señalando el Santísimo. «Su corazón está abierto para todos». Y entonces, sin saber por qué, Dorian cayó de rodillas frente al altar, las lágrimas corriendo por sus mejillas. No era solo por Melina, ni por las pistas, ni por el poema. Era por todo: por el vacío que había cargado toda su vida, por el amor que había dado sin esperar nada, por la certeza repentina de que, quizás, alguien más lo había amado primero, mucho antes de que él siquiera existiera.

Melina se arrodilló a su lado, sin decir nada, su mano descansando suavemente sobre la de él. Permanecieron allí, en silencio, mientras las velas parpadeaban y los vitrales proyectaban colores que parecían danzar a su alrededor. No había necesidad de palabras. El amor estaba allí, en el Santísimo, en sus corazones, en el milagro de haberse encontrado.

Cuando finalmente se levantaron, Dorian tomó la mano de Melina y la miró con una sonrisa temblorosa.

—¿Y ahora qué? —preguntó, su voz cargada de una esperanza nueva.

—Ahora —dijo ella, su rostro iluminado por una alegría radiante—, vivimos. Amamos. Y seguimos buscando, juntos.

Salieron de la iglesia tomados de la mano, bajo una lluvia que ahora parecía bendecirlos. En la distancia, las campanas de St. Mary’s comenzaron a sonar, un canto que resonaba como una promesa: el amor, el verdadero, nunca termina. Y mientras caminaban hacia un futuro incierto pero lleno de luz, Dorian supo que, por primera vez, no estaba solo. Había encontrado a Melina, sí, pero también algo más grande, algo eterno, que los guiaría siempre.

 

Bibliografía

Alighieri, D., Divina Comedia: Purgatorio, Penguim Random House Grupo Editorial, España 2021.

Bécquer G., Rimas y Declaraciones Poéticas, Colección Austral Espasa Calpe, Madrid, España, 1985.

Camus A., La Peste, Penguin Random House Grupo Editorial, México 2020.

Novum Testamuntum Graece et Latine, Πρὸς Κορινθίους Αʹ, Nestle – Aland, Alemania, 1994.

Ovidio, Ars Amatoria, Harvard University Press, Great Britain, 1979.

Virgilio, Las Bucólicas, Biblioteca Avrea Cátedra, España 2016.

[i] A. Camus, La Peste, Penguin Random House Grupo Editorial, México 2020, 255.

[ii] S. De Lesbos, Fragmento 47, Traducción: El amor sacudió mi corazón como el viento que cae sobre la montaña.

[iii] Un thiasos era una escuela o cofadría religiosa y cultural bajo el patrocinio de Afrodita y las Nueve Musas, donde los alumnos de la Isla de Lesbos se formaban en las artes de poesía, música y cultura.

[iv] VIRGILIO, Las Bucólicas: Égloga IV, 1 – 10, Biblioteca Avrea Cátedra, España 2016, 123. Traducción: ¡Más noble el canto, oh Musa de Sicilia! / Alzadlo un poco, que no a todos placen / los boscajes y humildes tamarices. / Si las selvas cantamos, que de un cónsul no desdiga el cantar. / La edad postrera ya llegó del oráculo de Cumas: / nace entero el gran orden de los siglos; / vuelve la Virgen ya, vuelve el reinado / primero Saturno, y al fin baja / estirpe nueva desde el alto cielo. / Sólo, casta Lucina, atiende amante / al niño que nos nace, a cuyo influjo, muerta la edad de hierra, una áurea gente / en todo el mundo va a surgir: Apolo, / tu hermano, reina ya.

[v] El Arte de Amar

[vi] Traducción: Poema y Error.

[vii] OVIDIO, Ars Amatoria: Libro II, 511 – 512, Harvard University Press, Great Britain 1979, 100. Traducción: Quien ame con sabiduría vencerá y obtendrá lo que busca gracias a nuestro arte.

[viii] D. ALIGHIERI, Divina Comedia: Purgatorio (Canto XXVII) 52- 57. Penguin Random House Grupo Editorial, España 2021, 274. Traducción: Mi dulce padre, para darme fuerzas, / no paraba de hablarme de Beatriz, / diciendo: «Casi puedo ver sus ojos». / Una voz que cantaba al otro lado / nos guiaba. Y atentos solo a ella, / salimos al lugar donde se sube.

[ix] Traducción: Los muertos resucitarán.

[x] Traducción: Buscad las cosas que valen la pena

[xi] G. A. Béquer, Rimas y Declaraciones Poéticas: XXI, Colección Austral Espasa Calpe, Madrid, España 1989, 121.

[xii] Cfr. 1 Corintios 13: 4-7. Traducción: El amor es paciente, el amor es bondadoso, no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece…

[xiii] Cfr. Cantar de los Cantares 2, 10.

[xiv] VIRGILIO, Las Bucólicas: Égloga X, 69, Biblioteca Avrea Cátedra, España 2016, 65. Traducción: El amor vence todas las cosas. Y rindámonos al amor.

[xv] Cfr. Jn. 15, 9-17.

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